viernes, 8 de abril de 2011

Carta a Carbón II




Hoy te fui a visitar a la casa de Dante, un poco obligada por las circunstancias, la verdad, pero me tomé un ratito para visitar el lugar dónde te enterramos. No pude evitar llorar un poco, por supuesto. Recordar que en un momento fuiste una criaturita activa y curiosa y pensar que ahora te estás pudriendo en una caja de zapatos enterrada en el jardín de mi enamorado. 

Siento que todo a cambiado. Ha pasado una semana y casi tres días desde que moriste y la casa ya no parece la misma. Ya no es necesario el cerrar las puertas de la cocina o de los cuartos para que no te metas detrás de la refrigeradora o mastiques los cables. Se acabó el ritual de todas las mañanas y de todas las noches de meterte en tu jaula y abrirte la puerta para que salgas. Me parece doloroso ver la sala porque tú siempre estabas ahí, corriendo, y ese era nuestro punto de encuentro, ahí te iba a buscar siempre. Cuando llego de la universidad ya no me voy directamente a buscarte, aunque mi primer instinto lo es muchas veces. Había toda una estructura creada a tu alrededor que se desmoronó de pronto y ahora tengo que volver a ordenarla. Pero no quiero. Te quiero de vuelta.

Al principio no quería limpiar tu jaula o desarmarla. No quería sacar la bolsa de viruta que estaba guardada en el clóset. No quería sacar el sulfa, Bismutol y Gatorade de mi tocador. Pero lloraba al verlos y me encontraba en esta enorme disyuntiva: intentar preservar lo que quedaba de ti o aceptar el cambio e ir con él. Ambos dolían, pero, ¿cuál podría dolerme más? No es sano renunciar al cambio cuando éste te hace daño así que presionada por Dante acepté desmontar todo lo que monté por ti. Empecé limpiando la jaula, que estaba exactamente cómo la dejaste tú al morir en ella. Desarmé la reja que debía impedirte cruzar al jardín pero que no lo pudo hacer. Recogí todo lo que dejaste al pasar por mi vida, lo metí en una caja y lo puse sobre tu jaula. Todo eso sigue ahí, en la terracita del jardín y cada vez que lo veo duele, pero no sé qué hacer con esas cosas. Así he estado hasta hoy que eliminé lo último que me quedaba: un link guardado en mis favoritos de un blog sobre cómo cuidarte. No sirvió para nada porque ahora estás muerto, y no sirve tenerlo ahí ahora que ya no estás.

A veces me torturo, te recuerdo corriendo por la sala, te imagino escondiéndote entre las plantas, espero que aparezcas corriendo por el pasillo. Es mi tortura y es mi castigo por no haberte cuidado bien. Es mi pena porque moriste y yo te esperé tanto y estuviste conmigo tan poco y ahora no me curo de la pena y no quiero a nadie más. No quiero escribir, tampoco, de nada que no seas tú. Porque me parece que es tanta la pena que cargan estas dos cartas para ti que pasar a un texto gracioso debería ser considerado insano. Aunque también es insano atormentarse.

Me curo de a pocos, ya no lloro tanto como la semana pasada y mis pensamientos no están tan disipados. Hago lo posible por mantenerme tranquila como me dice Dante, por no estar triste y no sufrir. Te juro que lo intento pero a veces simplemente parece que me lo merezco por descuidarte. En verdad lo lamento. Me hubiera gustado que disfrutaras por más tiempo de ser parte de nuestra familia. Es que eras una pieza clave. Eras quien sacaba a flote todos esos sentimientos tiernos que todos guardamos. Acá todos parecemos secos y fríos, pero todos te querían y te engreían. Eras lo que nos unía y ahora no sé qué haré. Ya no importa, eventualmente la pena pasará y aprenderé a vivir en ésta casa que de pronto parece una casa completamente nueva. Una vez más, gracias por todo lo que dejaste al pasar por nuestra casa y siento no haberte cuidado como te lo merecías.

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